¿POR QUÉ OTROS SÍ Y NOSOTROS NO?
Me llamo David Steven. Tal y como mi segundo nombre lo indica, fui un niño criado en un barrio pobre. De esos barrios donde las casas, al no estar separadas por calles vehiculares sino peatonales, están tan pegadas las unas a las otras que parecieran una sola edificación. De esos barrios donde este aparente efecto uniformador se rompe abruptamente cuando unas casas tienen fachadas de ladrillo y otras están pintadas; unas tienen un piso, otras dos, y otras tres; unas de un color arriba y otro diferente abajo.
Cuando nos mudamos la casa no tenía ni siquiera baldosa. Estaba en las primeras fases de la construcción. Recuerdo cuando un primito mío dijo que no le gustaba “el color de las paredes de la casa porque era muy oscuro”. Él no entendía que las paredes de mi casa no estaban pintadas, sólo estaban empañetadas, o repelladas, como lo llaman algunos.
Quienes crecimos en estos barrios populares sabemos que hay un proceso que se repite en casi todos sus habitantes: se hace la mudanza sin terminar la construcción, con el paso de los años, y mediando mucho esfuerzo, poco a poco se termina la casa, y finalmente, se vende para irse para un lugar mejor.
El año pasado que andaba medio nostálgico, volví al barrio de donde salimos hace 15 años. Ya no quedaba ninguno de los vecinos con quien crecimos, excepto uno: la vecina de al lado. Al mirar esta casa me sorprendió que estaba exactamente igual.
Esta casa era un dejá vú permanente. Es como si el tiempo se hubiera detenido. Sus paredes seguían siendo de ladrillo sin pintar. Ni el más mínimo detalle había sido modificado.
Busqué una foto de hace 28 años donde aparezco a mis cinco años corriendo en la calle, y al fondo se veía la casa de la que hablamos. Para mi sorpresa, la apariencia de la casa que había visto esa mañana era exactamente igual a la que había sido registrada en la foto de hace 28 años.
Me quedé pensando no sólo por qué mis vecinos fueron los únicos que no salieron de aquél barrio, sino principalmente por qué en 28 años su casa no había tenido modificación alguna ¿Por qué otros sí y ellos no?
"Dios no busca humillar o rebajar al ser humano, sino simplemente ubicarlo en la posición que le corresponde. Algunos conceptos “espirituales” que integran la Nueva Era, sostienen que el humano, si así lo decide, se puede elevar a la categoría de Dios. El cristianismo, por el contrario, nos dice que fue Dios quien decidió descender a la categoría de humano "
En la anterior estación (Ir a Estación #23: “Soy un cualquiera”) hablábamos de vernos a nosotros mismos como unos “cualquieras”, es decir, como personas quienes, por muchos talentos de los cuales disfrutemos, lo que tenemos es porque Dios decidió regalárnoslos, nos llevaba a la humildad propia de quien no se considera alguien excepcional.
Ahora en esta estación vamos a recorrer un camino de inevitable trasegar para todo ser humano: la comparación con otros.
Nunca he entendido por qué dicen que compararse con otros es algo necesariamente negativo. Lo negativo es las conclusiones fruto de esa comparación. Se pueden producir dos cosas: la primera, compararnos con otros para retarnos y animarnos a obtener lo que otro obtuvo; o la segunda, envidiar lo que otro tiene como si al tenerlo nos lo hubiera quitado, o sentirnos menos, como si al no tener ciertas características que esas personas sí tienen, estuviéramos impedidos para obtener lo que queremos.
Creo que, al igual que Fidel en Cuba, Dios hizo con el humano una nivelación por lo bajo (Ir a Estación #4: “Que coman pasteles y dejen de pecar”) y nos ubica frente a frente con las limitaciones de nuestra condición.
Sin embargo, a diferencia de lo ocurrido con los cubanos, Dios permite al hombre crecer desde su humanidad cuando reconoce que crece por el poder del Dios que habita en él, y no por el poder propio.
Dios no busca humillar o rebajar al ser humano, sino simplemente ubicarlo en la posición que le corresponde.
Algunos conceptos “espirituales” que integran la Nueva Era, sostienen que el humano, si así lo decide, se puede elevar a la categoría de Dios. El cristianismo, por el contrario, nos dice que fue Dios quien decidió descender a la categoría de humano:
“La actitud de ustedes debe ser como la de Cristo Jesús, quien, siendo por naturaleza Dios, no consideró el ser igual a Dios como algo a qué aferrarse. Por el contrario, se rebajó voluntariamente, tomando la naturaleza de siervo y haciéndose semejante a los seres humanos.” (Filipenses 2:5-7 NVI)
Creer lo uno o lo otro produce frutos diferentes. Con el primero no necesitamos de un ser superior por la sencilla razón que ese ser superior somos nosotros mismos. En cambio, con el cristianismo, partiendo de nuestra necesidad y debilidad, esto es, partiendo de nuestra humanidad, abrimos el corazón para recibir a quien sí es Dios.
"Quizás el problema está en que al ver desde abajo a quienes ya están en ese otro nivel, vemos su “fortaleza” de la cual carecemos y nos desanimamos. Pero si en vez de ver aquello que nos separa –la fortaleza-, miramos aquello que nos une -la debilidad-, podemos concluir que esa persona tiene iguales o mayores debilidades que las nuestras, pero seguramente permitió “ser fortalecido” en medio de ellas. "
Creería que la visión correcta es entender que si un “cualquiera”, como con quien me comparo, pudo hacer algo, yo, que también soy un “cualquiera”, también podré hacerlo.
Dios puede utilizar mi debilidad y la de cualquier humano, para fortalecerlo y llevarlo a otro nivel (Ir a Estación N° 21: “No eres tú, soy yo”).
Quizás el problema está en que al ver desde abajo a quienes ya están en ese otro nivel, vemos su “fortaleza” de la cual carecemos y nos desanimamos.
Pero si en vez de ver aquello que nos separa –la fortaleza-, miramos aquello que nos une -la debilidad-, podemos concluir que esa persona tiene iguales o mayores debilidades que las nuestras, pero seguramente permitió “ser fortalecido” en medio de ellas.
Sin embargo, podríamos vernos en la situación que en vez de preguntar con humildad cómo ese “cualquiera” pudo hacerlo y con esa información nosotros hacer lo mismo, optamos por acampar en el argumento cómodo de la autojustificación o del victimismo. Esto ofrece un triste consuelo: “si no pregunto cómo hacerlo, no asumiré la responsabilidad de no estar haciendo lo que podría hacer”.
A Jesús lo rechazaron en el pueblo donde nació porque sus paisanos no pudieron entender que él, quien ante sus ojos era un “cualquiera”, estuviera haciendo las grandes cosas que hizo.
Recordemos que cuando Jesús estuvo en Nazareth, su pueblo natal, a pesar de hablar con sabiduría y de hacer milagros, recibió de sus paisanos toda clase de burlas.
No le creyeron, no tanto porque no lo conocieran, sino precisamente porque lo conocían.
Dice la Biblia que sus paisanos pensaban: “No es más que el hijo del carpintero, y conocemos a María, su madre, y a sus hermanos: Santiago, José, Simón y Judas. Todas sus hermanas viven aquí mismo entre nosotros. ¿Dónde aprendió todas esas cosas?” (Mateo 13:55 NTV).
“A un profeta se le respeta en todas partes, menos en su propio pueblo y en su propia familia” (Mateo 13:57 TLA) concluyó Jesús al ver esta incredulidad.
"La Biblia nos invita a reconocer a otros en sus talentos: “Al que deban respeto, muéstrenle respeto; al que deban honor, ríndanle honor” (Romanos 13:7 NVI). Al reconocer y honrar a otros, franquearemos esa barrera de diferencia que nos separa, y nos acercaremos a partir de la debilidad que nos es común. "
Jesús sabía lo incrédulos que podemos ser los humanos, y por eso, sin temor, remitía a las pruebas para combatirla. No era arrogante porque siempre dejaba en claro que lo que hacía, lo hacía gracias a tener el espíritu de Dios.
Era sólo recordar los muertos resucitados, los enfermos sanados, los demonios expulsados, los panes multiplicados. No podían ser tan ciegos. Pero lo eran. Y en ese momento, donde con su discurso puso su atención en esos grandes milagros les dijo: ustedes harán lo mismo y aún cosas mayores:
“Solo crean que yo estoy en el Padre y el Padre está en mí; o al menos crean por las obras que me han visto hacer. Les digo la verdad, todo el que crea en mí hará las mismas obras que yo he hecho y aún mayores” (Juan 14:11 NTV)
Básicamente es Jesús diciéndoles “si yo pude, ustedes también”. Entonces lo que hacía Jesús lo podían hacer los demás porque tenían el mismo insumo: el poder del espíritu de Dios.
Los paisanos de Jesús no podían creer que su vecino, el hijo de la señora que conocían por años, estuviera haciendo esas grandes obras. Si al menos alguno en vez de criticar, se hubiese acercado a preguntarle cómo hizo para salir de la aldea, de su pequeñez, de su irrelevancia, seguramente Jesús le habría dicho: “tú también lo puedes hacer. Ven te explico cómo”.
La Biblia nos invita a reconocer a otros en sus talentos: “Al que deban respeto, muéstrenle respeto; al que deban honor, ríndanle honor” (Romanos 13:7 NVI). Al reconocer y honrar a otros, franquearemos esa barrera de diferencia que nos separa, y nos acercaremos a partir de la debilidad que nos es común.
Ambos compartimos la debilidad, pero quizá el enfoque de la misma que tiene el otro le permitió obtener aquello que nosotros deseamos. Hagamos la fácil: preguntemos.