DE LA PLAZA DE BOLIVAR A LA PICOTA

En nuestro recorrido desde el Edén hasta la Plaza de Bolívar pudimos ver que el cristiano, al igual que el ciudadano,  en el ejercicio de su libertad únicamente está limitado por lo prohibido. Ahora dejamos atrás la Plaza y dirigiéndonos al sur de la ciudad llegamos a un edificio sombrío, de paredes desgastadas y en cuyo interior se aglomeran personas en habitaciones de cuatro metros cuadrados. Estamos frente a la cárcel La Picota. Lugar donde se encuentran algunos de quienes han ejercido su capacidad de elegir, para optar por el mal.

¿Será que este edificio de nombre hiriente nos despierta a la realidad de lo que sucede cuando dejamos al ser humano elegir? ¿Será entonces que se justifica un ejercicio más exhaustivo que regule el comportamiento y defina normativamente lo que está permitido para no dar lugar a este tipo de desvaríos? Por supuesto que no. La regla general de libertad es un designio de Dios y por tanto su respeto se debe imponer. Examinemos otra alternativa.  

En el caso de los cristianos, no es ingenuidad creer que podemos hacer lo que queramos siempre que respetemos lo prohibido. Ingenuidad sería creer que siempre vamos a elegir lo bueno. Cuando nacemos de nuevo, se produce una reorientación de nuestros deseos, y rompemos con lo que Wayne Grudem llama “una inclinación dominante hacia el pecado”. Esto no significa que, a partir de ese momento, gocemos de una especie de “determinación hacia la santidad”. Nunca habrá determinación mientras se conserve la posibilidad de elegir. 

En cambio, los cristianos experimentamos lo que llamaremos una “inclinación dominante hacia la santidad”, siendo, como somos, conocedores de los beneficios de elegir el bien. Esto no obstruye o impide nuestra posibilidad de elegir el mal, porque es una opción que, desde el Edén, Dios ha dejado abierta tanto a sus hijos, como también a quienes no han querido serlo.

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"La necesidad de Jesús no es para que alguien nos dijera lo que es malo. El problema no es de normas, sino de corazón. La solución no está en llamar pecado al pecado, sino en indagar por qué somos del tipo de persona “lo suficientemente listos para hacer lo malo, ¡pero no tienen ni idea de cómo hacer lo correcto!” "

Nada más lejano al cristianismo que la creencia en una natural bondad del hombre. No nos asusta la realidad que, como asegura Jordan Peterson, “tan solo el ser humano hará sufrir por el gusto de hacer sufrir”. Al contrario, esa maldad innata es la que justifica la necesidad de un salvador en nuestra vida, y por supuesto, en la vida de otros.

Reconocer esta maldad natural es precisamente lo que diferencia el cristianismo de otras creencias teístas, las cuales, ven a Dios como si estuviera sobre una montaña esperando que el hombre ascienda a la cima, y por tanto, cualquier camino sería válido con tal que se logre el ascenso. No existe ninguna predisposición o habilidad especial en el ser humano que lo lleve a buscar a Dios. Si Dios estuviera esperando que subiéramos a buscarlo, su espera duraría lo mismo que la eternidad que lo envuelve, y de ahí que, como sabemos los cristianos, Dios mismo decidió bajar al mundo a rescatarnos.

La necesidad de Jesús no es para que alguien nos dijera lo que es malo. El problema no es de normas, sino de corazón. La solución no está en llamar pecado al pecado, sino en indagar por qué somos del tipo de persona “lo suficientemente listos para hacer lo malo, ¡pero no tienen ni idea de cómo hacer lo correcto!” (Jeremias 4: 22. NTV).

Definir al pecador como quien comete pecado es del tipo de perogrullada que no conduce a ninguna parte. Pero  saber por qué lo hace, nos ubica en una posición de criminología cristiana a la cual Jesús dedicó gran parte de su  ministerio. 

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"Hay algo en nuestro corazón que nos inclina al mal y que no se ve persuadido por la consecuencia de hacerlo, de ahí que Jesús iniciara su ministerio criminológico para sanar y no para condenar."

¿Pero qué es la criminología? El Diccionario de la Real Academia Española la define así: “Ciencia social que estudia las causas y circunstancias de los distintos delitos, la personalidad de los delincuentes y el tratamiento adecuado para su represión”.

Y es que así como el criminólogo se ocupa de entender la causa del delito, dejando la acusación al Fiscal y la sanción al Juez, pareciera que Jesús hizo lo mismo en tanto descartó que su propósito fuera la condena (Juan 3:17. NTV) y se dedicó a una “criminología del pecado” necesaria para la salvación de las almas.

El mismo Pablo se preguntaba por qué no hacía el bien que quería y en cambio sí hacía el mal que no deseaba (Romanos 7:18. NTV) ¿Y por qué espantarse con los residentes de La Picota o con nosotros mismos cuando nos encontramos en igual situación? Hay algo en nuestro corazón que nos inclina al mal y que no se ve persuadido por la consecuencia de hacerlo, de ahí que Jesús iniciara su ministerio criminológico para sanar y no para condenar.

El gran amor que siente el perdonado es el efecto, y no la causa, del perdón de sus pecados (Lucas 7:47. NTV). Por eso la maldad de otros, que en naturaleza es igual a mi maldad, no puede ser vista sino como algo que, mediando el actuar de Jesús, encierra la potencialidad del amor a Dios. La obra de Jesús en mi vida no es aunque soy pecador, sino precisamente porque lo soy (Lucas 5:32. NTV). Esto cambia el lente con que miramos a otros, al entender que tenemos vida eterna únicamente porque, como dice Andy Stanley, esta “no es un regalo para las personas buenas; es el regalo de Dios para las personas perdonadas”.      

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"La criminología cristiana tiene su campo de acción entre el falso dilema de santidad o infierno, para presentar una tercera opción: sanidad. Por lo tanto, la respuesta que como cristianos podemos ofrecer a la inclinación de hacer el mal no puede limitarse a señalar las consecuencias del pecado. "

Pareciera que el verdadero problema que subyace en la elección del mal es creer que no hay otra alternativa. La criminología cristiana tiene su campo de acción entre el falso dilema de santidad o infierno, para presentar una tercera opción: sanidad. Por lo tanto, la respuesta que como cristianos podemos ofrecer a la inclinación de hacer el mal no puede limitarse a señalar las consecuencias del pecado.

Si no hacemos uso de una criminología cristiana que permita ahondar en las razones que llevan a la elección del mal, terminaremos ofreciendo el “dejar de pecar” como una cándida e inexistente alternativa al pecado, equiparándonos así a aquella princesa de la historia –o del cuento- quien intrigada por las protestas del pueblo que se agolpaba frente a su castillo, preguntó a sus damas de compañía los motivos de la revuelta, y al decirle éstas que la causa era que el pueblo no tenía pan para comer, respondió: “pues que coman pasteles”. (Ir a la estación Nº4: “Que coman pasteles y dejen de pecar”)

Y así como esas frases en latín que adornan las plazas de las ciudades, al llegar a la cárcel La Picota vemos –sin ver, como todo cristiano de bien- que en su entrada se ha escrito “homo sum, humani nihil a me alienum puto” (hombre soy; nada humano me es ajeno), y se nos otorga un nuevo prisma a través del cual mirar a los residentes de esta prisión de ladrillos o de cualquier otra prisión espiritual: la criminología cristiana. Con ella podemos extender el amor del perdonado, no sólo al Dios que perdonó, sino principalmente al humano con quien compartimos la inclinación por la maldad.

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