DEL EDÉN A LA PLAZA DE BOLÍVAR

Existe algo que une el Jardín del Edén y la Plaza de Bolívar de Bogotá –separados por años y por kilómetros-, y es ver en ambos la presencia de la misma lógica que nos hace desconfiar de la posibilidad de la elección.

La vida del cristiano se rige por una regla general de libertad y una excepción de prohibición, y no al contrario, como alguno pudiera afirmar (Ir a estación Nº 1 “La mirada de la serpiente”). Este último piensa, en últimas, como aquél prócer de la independencia cuya frase adorna un edificio de la Plaza de Bolívar: “Las leyes os darán la libertad”.

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"Al desconfiar del ejercicio de la libertad, el legalista intenta restringirla, paradójicamente, a partir de autorizaciones. Además de señalar en una norma lo que no se puede hacer, quisiera definir, también, aquello que sí se puede hacer. "

Al desconfiar del ejercicio de la libertad, el legalista intenta restringirla, paradójicamente, a partir de autorizaciones. Además de señalar en una norma lo que no se puede hacer, quisiera definir, también, aquello que sí se puede hacer. Desea una Ley que nos establezca todo “lo que está permitido”, para protegernos del desamparo en que, al parecer, nos encontraríamos cuando únicamente se nos señala “lo que está prohibido”.

El prócer colombiano antes, y el legalista cristiano ahora, no demuestran tanto la confianza en el poder de la Ley, sino la desconfianza en el poder de los hombres, a quienes, en su entender, debe limitárseles el ejercicio de la elección. De no hacerlo, creen que seguramente se elegirá la maldad, la cual, ellos mismos escogerían, de no escudarse en su cómodo compendio de conductas permitidas, es decir, en todo aquello que los releva de su responsabilidad de elegir.  

Mucha sangre hubo de correr en la historia humana para establecer el “principio de legalidad” y lograr que el poder de la autoridad tuviera un freno que la obliga a hacer únicamente aquello que le esté permitido, a diferencia del ciudadano a quien se le permite hacer todo aquello que no esté prohibido.

¿Y qué se le permite hacer entonces al cristiano? La respuesta es la misma: todo aquello que no esté prohibido. Si mi conducta no se encuentra dentro de alguna prohibición, es simplemente porque Dios me está bendiciendo con la posibilidad de elegir. Con esto en mente, se nos abren tantas posibilidades como árboles se le presentaron a Adán en El Edén, y de los cuales podía comer libremente, siempre y cuando respetara la restricción del fruto prohibido.

En mi época de colegio, se pensaba que la mejor forma de ajuiciar a un estudiante “casposo” e incorregible era enviarlo al colegio militar. Si eso servía, no lo sé. No estudié en un colegio militar sino en un colegio masculino de curas. Entre ambos colegios hay diferencias, siendo la más obvia el mayor grado de libertad que se concedía en uno de ellos -me refiero al militar, por supuesto-.

Pero me llama la atención la esperanza que los padres del joven depositaban en la disciplina castrense, como si normas más estrictas y la restricción a la posibilidad de elegir, cambiarían lo que podría estar fallando en el interior de su hijo. Y esta es la misma esperanza que tenemos los colombianos cuando, con ilusión, expedimos una segunda ley más severa para corregir los comportamientos indeseables que, a pesar de que ya estaban prohibidos en una primera ley, continúan ocurriendo.   

La causa de todo este legalismo, podría ser que a la posibilidad de elección se le quita todo su ropaje de bendición, y le ponen el ropaje oscuro y sucio de la maldición. Se la ve tal y como la veía aquél “gran inquisidor” que Dostoievski creó en su novela Los Hermanos Karamazov quien, al encontrarse de nuevo con Jesús, le recriminaba: “En vez de coartar la libertad humana, le quitaste diques, olvidando, sin duda, que a la libertad de elegir entre el bien y el mal el hombre prefiere la paz, aunque sea la de la muerte. Nada tan caro para el hombre como el libre albedrío, y nada, también, que le haga sufrir tanto”.

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"La vida en Cristo no es de restricción sino de elección. Tener la oportunidad de elegir obedecer a Dios nos hace responsables de nuestra decisión, de ahí que el libre albedrío y la convicción de pecado parecieran fundirse en un solo momento, porque pecar sin haber tenido oportunidad de elegir nos haría sentir culpables más no responsables."

La vida en Cristo no es de restricción sino de elección. Tener la oportunidad de elegir obedecer a Dios nos hace responsables de nuestra decisión, de ahí que el libre albedrío y la convicción de pecado parecieran fundirse en un solo momento, porque pecar sin haber tenido oportunidad de elegir nos haría sentir culpables más no responsables.

Jesús busca llenar nuestro corazón no de restricciones, sino de razones para amar la obediencia, la cual, es sólo la demostración del amor que se tiene a quien obedecemos (Juan 14:21 NTV). Por eso el objeto del cristianismo es la construcción de una relación con Dios y no una simple regulación del comportamiento.

Sostener, como lo hacía Séneca, que “el precio de todas las virtudes reside en ellas mismas; la recompensa de un acto recto es el haberlo realizado”, es defender una ética sin relación que ve la obediencia como un fin en sí mismo. Que no exista una relación entre quien obedece y quien es obedecido, es lo que ocasiona que el ciudadano cumpla la Ley, siempre y cuando se encuentre frente a un policía, y que el joven estudiante se comporte adecuadamente en el colegio, siempre y cuando su profesor no sea una tierna docente, sino un sargento.

Confiar en la Ley nos lleva a que, como Pablo, vivamos preguntándonos “¿por qué pudiendo hacer el bien, elijo hacer el mal?”. En cambio, bajo un correcto entendimiento de la gracia, y con la seguridad del perdón de cualquier pecado cometido y por cometer, podemos afirmar: “porque pudiendo hacer el mal, elijo hacer el bien”.     

Para corregir una conducta desviada, de nada sirve una severa restricción externa expresada en una Ley, si no se evalúa en lo interno del corazón las razones que llevan a que, como humanos, ejerzamos nuestra capacidad de elegir, para hacer el mal. (Ir a estación Nº 3: «De la plaza de bolívar a La Picota: criminología cristiana”)

Y así como la sangre de otros nos permitió disfrutar como ciudadanos de la libertad frente al Estado, la sangre de Jesús nos ha hecho libres para elegir. La esclavitud al pecado pareciera no tanto que obligue a hacer lo malo, sino que impide elegir hacer el bien. Y he aquí la tragedia del hombre natural, quien en su vida refleja, necesariamente, las obras de la carne. Por su pecado ha perdido el control, y por tanto, tristemente, no tiene capacidad de elección.   

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"En últimas todo se trata de la bendita elección. El valor del bien es haberlo elegido cuando el mal era una alternativa. "

 

En últimas todo se trata de la bendita elección. El valor del bien es haberlo elegido cuando el mal era una alternativa. Dios creó a los seres humanos para que lo adoremos, pero la supuesta vanidad que podría esconder esto, se descarta cuando vemos que nos concedió la facultad de elegir no adorarlo.

Así que disfrutemos de esta bendición de elegir, sabiendo que el supuesto para hacerlo es respetar lo prohibido. Definido entonces el árbol que no podemos tocar, ejercitemos la “multiforme gracia” (1 Pedro: 4:10. RVR1960) para ir en busca del árbol que, entre millones, puede elegir cada uno según su propósito o simple gusto. Si lo “permitido” estuviera contenido en una norma, no habría elección, no habría proceso y no habría vida, o si la hubiera, pareciera no ser aquélla que Dios tiene planeada.   

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